Wednesday, February 18, 2009

Escena en tu mesa



Quiero hacer todo en un instante. Acercarme un poco más a la sensación de ayer. Creer que es posible mirarte así a los ojos para que todo se convierta en lo único que existe. Al menos por un instante.


Seguro que imaginabas lo que ayer se arremolinaba en mi cabeza mientras me mirabas por sobre el brazo de la moza que nos daba ánimo con dos copas muy llenas. Con esa cara de pícara, de media sonrisa real y otra media que yo invento ahora, jugabas al control y a la paciencia. Querías oírme, estoy seguro. Tu mirada indiscreta me acechaba pero jamás lo ibas a escuchar, eso que buscabas. Eso lo se yo ahora. Tal vez hasta lo olvide algún día, para que estos trozos de pasado se nos escurran entre los dedos como arena.


Te imagino sobre el escenario vacío. Vos y tu manta favorita de color y olor canela. Acurrucada esperándome para que te alivie el frío de los pies con los míos. Desde lejos viene tu texto, las palabras perdidas en la inmensidad del fuera de escena, y el aire se apura por entrar hasta el fondo de mi pecho para luego dejarme de un zarpazo. Espero desesperado el “¿adonde dejaste mis cosas?” para darme vuelta ya con la bandera en blanco delatándome...Ver al público, que hace sólo unos segundos me tenía contra las cuerdas, retirarse, asintiendo.


Ni una sola vez te diste vuelta a descubrir qué era lo que yo miraba tanto. Te importaba. Sin embargo, tu acto era absoluto y demoledor...querías transformarme en isla. Supongo que jamás sabrás lo que estaba mirando por sobre tu hombro, pero supongo que sabrías que también tenía futuro de arena. Vos te entregabas a vos misma. Tu personaje era completo, perfecto en su agresión y yo mucho antes de creerte, te entendí...por completo. Atrapado, no me iría por nada del mundo.


Con cara de regaño, y dando sólo dos pasos, estás frente a mí. La distancia entre los dos es la de un beso inevitable. Me quedo sin texto, el guión me simplifica las cosas. Las acusaciones siguen, pero yo ya no distingo el sonido de tus palabras. Tus labios se mueven al ritmo de una murga de protesta, de esas que tienen razón. Un paso más, solo uno más.


Las dos veces que te seguí con la mirada mientras caminabas hacia el baño me acordé de mi amigo D, de lo inevitable de la sentencia del juez. Pero el miedo huyó despavorido y otra vez te vi perfecta, fluida, como un río que pasa sólo una vez por mi tierra. Tardaste muy poco. Desde el momento en que reapareciste en la sala no dejaste de apuñalarme con tus ojos. No pude hacer lo que había decidido en esos segundos de respiro: mirarte el ombligo cuando te acercaras a la mesa. Tal vez querías verme sonrojar al ser atrapado en el delito de mirar tu cuerpo. No lo sé. Pero la realidad es que no conozco tu ombligo. La noticia es ensordecedora y mis adentros se rompen como cristales muy delgados. “Mostrame tu ombligo”, dijo el aire que escapaba de mí.


Me pregunto si me ves el alma. Sí ya sabías que no podías jugar conmigo. Si estás más cerca de lo habitual sólo porque diste pasos más largos por los nervios del estreno, o si simplemente jugás con tu presa. Te huelo la boca. Caliente. Te rebano el cuerpo con la intención. Caen las capas, una tras otra y llego a lo medular. Soy tu asesino que hoy pone su cuello en tus garras.


Sonreíste. Por un momento me arrebataste la timidez y te vestiste de ella. No te decidías si preguntarme algo con ingenuidad o levantarte heroica y posar por unos segundos. Esperamos mudos. Perdí la valentía. Tuve que cortar el silencio con una frase sin sentido, y me arrepentí de inmediato. Todo por salvarte de aquel momento. Te reíste suavemente, y por como tomaste la copa bajando la mirada entendí que no lo tomabas como victoria. Se había desmoronado un momento perfecto y nos perdíamos algo que tal vez no recuperaríamos.


Las luces del final se atenúan, es el momento en que tus lágrimas me liquidan. Tu tristeza me invade por completo. Tu último “no puedo” me desboca y me derrumbo. Me sostenés del brazo y me mirás esperando el apagón, pero no llega, no lo permito. Con un último impulso tomo tu cara entre mis manos. Una lágrima que necesito se filtra por el ínfimo espacio entre mi palma y tu pómulo. Estás nerviosa pero no me decís nada.


Si no tuvieses esa paciencia, jamás te habría encontrado. Me esperás para que recomponga con inteligencia lo perdido. La presión es infinita, y el premio aún mayor. Vos sabés que en realidad es mi ternura cuando tomo una decisión y no lo que digo, lo que te devolverá a mí. Nada más. Sin embargo yo eso no lo sé con seguridad y me quedo estático. Es inminente. Me mirás seria, expectante, demandante.


En la penumbra de la escena. Mis labios caen sobre los tuyos. Te beso y no te suelto. Me tratás de apartar. Me pongo firme. Te rozo el ombligo con los botones de mi camisa. Todo se hace oscuro y me deslizo hasta tu panza. Ya no te resistís. No tiene sentido. Ya sabés hacia dónde va todo esto. Te beso hasta que todo esto se acaba, hasta que no haya nada más que decir ni soñar.


“Mostrame tu ombligo despacio”, digo exhausto. Tardás poco en reaccionar. Te ponés de pie como una ola antes de romper. Te levantás tu remera azul ajustada. Miro tu panza perfecta. Me detengo en el centro, en donde quisiera dormir. Me alivian tus ojos que sé cómo me miran. Me levanto, bordeo la mesa hasta alcanzarte y te beso. Hasta el apagón, hasta que no haya nadie más, hasta el final de todo.